La selva de Chemuyil cerca del cenote Sutul-Ha (Agua en los alrededores) temprano por la mañana.

José Santos Marín, 40 años, y su hijo Santos Enrique Marín, de 16, posan para un retrato mientras abrazan un árbol de la selva en Quintana Roo.

Chemuyil, México

Los guardianes de Chemuyil

Los mayas que resguardan la selva*

14·01·22

TEXTO
Odarys Guzmán, Martha Montoya,
Diego Ortiz, Benjamín Pat y Paris Martínez

Fotografía
Tania Barrientos Radillas
y Juan Pablo Ampudia

TRADUCCIÓN
LORENA POOL BALAM

Chemuyil, semillas sin tierra

Texto de Paris Martínez

02·12·22

Aldea Coral es un enorme complejo de lotes residenciales a la venta a un costado de Ciudad Chemuyil, Quintana Roo. Uno entre una decena de complejos proyectados por las autoridades estatales que cambiarán no solo el rostro de la selva tropical, sino el de un territorio habitado por los empleados de bajo ingreso de la industria turística, donde han vivido sin estorbar el paisaje maya. Esta es una continuación a nuestra cobertura sobre la deforestación en la selva maya.

En Tulum, Quintana Roo, un camino solitario de terracería lleva desde la zona conurbada de este polo turístico hacia la selva de Chemuyil, un macizo forestal aledaño que desfallece lentamente ante el avance de la urbanización y cuyos árboles envuelven a quien lo visita en un rumor de aves canoras, caótico pero también musical. Algo, sin embargo, desentona con este concierto silvestre: un zumbido, primero intermitente, que poco a poco se hace constante, amplificándose, como un enjambre de avispas que se agitan con furia. Se trata de sierras mecánicas empuñadas por una cuadrilla de trabajadores de la empresa The Smart Shacks, la cual, más allá de lo que permite ver la tupida vegetación, tala árboles para erigir en su lugar un condominio creado enteramente con contenedores marítimos de metal, unidos y dispuestos de tal forma que crean residencias de dos plantas, con amplios espacios interiores y terrazas, en un diseño que sus constructores denominan “luxury eco-container”. Una vez terminado, será parte del conjunto residencial Aldea Coral, “un complejo de enormes lotes residenciales en la Rivera Maya. Es 100% eco-friendly con la naturaleza [sic]”, tal como se promueve en el sitio web de esta empresa inmobiliaria, que vende la selva de Chemuyil en jirones de dos hectáreas, con valor de 1.5 millones de pesos cada uno. La escrituración es “inmediata”.

Aldea Coral, a su vez, forma parte de una decena de complejos residenciales, cuyo surgimiento proyectaron las autoridades estatales como una extensión de Ciudad Chemuyil, el primer caserío levantado hace treinta años junto a este sector de la selva quintanarroense, en la zona conurbada de Tulum, para funcionar como “localidad de apoyo”; es decir, un lugar donde los empleados de bajo ingreso de la industria hotelera pudieran instalarse sin estorbar en el paisaje turístico.

Tres décadas después, no obstante, la industria turístico-inmobiliaria ha visto potencial económico en estas tierras y puesto en marcha la transformación de esta localidad de apoyo en una comunidad de residencias, hoteles y lotes de inversión. Sus moradores originales, gente de bajos recursos en su totalidad, conocen esta nueva parte de su comunidad como “el fraccionamiento”, donde los nativos son ajenos, donde empieza a poblarse de “gente de fuera”, “gente de dinero”.

—Nosotros, mis tres hijos y yo, tenemos veintinueve años viviendo aquí, somos de los primeritos que llegamos a vivir —recuerda doña Gema, de 62 años, acodada en una silla plástica ante el puesto de pescado que todos los días instala afuera de su pequeña casa, bajo una lona raída que la protege del sol, en Ciudad Chemuyil. Llegó a Quintana Roo hace 33 años, desde Veracruz, con tres niños pequeños de la mano, huyendo del padre de sus hijos, que la violentaba y acosaba incluso después de haberla abandonado. En un hotel de la zona, Gema obtuvo trabajo como afanadora y en un cuarto de servicio le permitieron vivir con los niños durante cuatro años, hasta que, finalmente, en este mismo hotel le ayudaron a obtener un crédito para una vivienda de interés social —que hasta la fecha sigue pagando— e instalarse en Ciudad Chemuyil, que recién se había creado, con 240 viviendas. Hoy, los hijos de Gema son adultos jóvenes y, aunque todos los días vienen aquí para ayudarla en el negocio familiar, debieron mudarse a otras viviendas, lejos del pueblo, pues la casa de interés social en la que crecieron, por sus reducidas dimensiones, no era suficiente para sus propias familias.

—Gracias a Dios, a nosotros nos dieron la casa, los del hotel donde trabajaba. Y en ese entonces, a todos los empleados de los hoteles cercanos les dieron su casa. Pero ahorita ya no, ahora están muy caros los lotes aquí, ¡están muy caros! ¿Y qué pueden hacer los jóvenes de Chemuyil? Pues irse a otro lado, a Tulum o Playa del Carmen, y no porque esté más barato allá comprar un terrenito: se van a rentar. De ahí para allá —dice, y señala el punto donde termina el pueblo y empieza la selva— es para gente de dinero, y nosotros no tenemos dinero.

Vendido
En 2017, medio centenar de familias de Ciudad Chemuyil decidió que, si había espacio para que la localidad creciera con gente rica, también debía existir un lugar para las hijas, hijos y nietos de los residentes fundadores, que les permitiera dejar de vivir apiñonados en el hogar materno o rentando lejos en las colonias dormitorio de Tulum, Playa del Carmen, Puerto Aventuras o Carrillo Puerto, habitadas por la base trabajadora de la industria turística. Por ello, estas familias de escasos recursos eligieron una fracción de terreno baldío y la ocuparon, con la idea de ir construyendo viviendas, según los recursos de cada familia lo permitieran. No obstante, pronto fueron desalojadas por la policía estatal. En ese momento supieron que el terreno tenía dueño, el gobierno de Quintana Roo, y que estaba destinado a la inversión turístico-inmobiliaria. La oferta que les hicieron aquella vez a las familias de Ciudad Chemuyil fue que serían beneficiarias de programas de vivienda gubernamentales, tal como décadas atrás lo fueron sus padres y madres, pero, tres años después, en 2020, tras constatar que los apoyos ofrecidos no se concretaban, eligieron otro solar a orillas del pueblo y lo ocuparon. Esta vez, el desalojo no fue inmediato, las autoridades permitieron que los habitantes limpiaran la maleza, que dejaran el campo listo para el inicio de obras, y, después de tres meses, los echaron fuera. Lo recuerda Nora, una mujer maya de 38 años, con una niña que está cursando la escuela primaria, pues fue parte de ambas movilizaciones.

—Yo estoy molesta —dice, mientras convive con sus padres y su cuñada en la banqueta de la vivienda familiar, a la sombra, arrellanados en un sillón que alguna vez fue parte de una camioneta, mientras ven a su hermano componer un motor eléctrico—. Porque a nosotros, como habitantes del pueblo, no nos dan oportunidad para tener un terreno aquí. Siempre a los extranjeros y a los hoteleros, ellos tienen chance de comprar todo. Con los que lo habitábamos estaba bien, pero siguen llegando hoteles y hoteles y gente extraña. A esa gente sí le dan oportunidad y a la gente de aquí no, me imagino que es porque ellos aflojan billete y a nosotros, los pobres, no nos dan nada.

Conforme se avanza en el camino de terracería que lleva a la selva, efectivamente, de entre los árboles van surgiendo lujosas residencias particulares de dos y tres pisos, así como atractivas fachadas con letreros que invitan a hospedarse en sus suites para vivir la aventura selvática, pero con internet, luz eléctrica, baños con agua corriente y caliente, piscinas y espacios para la meditación o la relajación, masajes terapéuticos, recorridos por el mar, la selva o sus cenotes, avistamiento de aves y un largo etcétera de servicios turísticos. Ciertamente, en el fraccionamiento de Chemuyil no toda la selva ha sido desmontada para erigir residencias y hoteles, pero incluso ahí donde bloques de vegetación parecen intocados, entre las ramas y raíces pueden verse ductos plásticos rojos dispuestos para que futuras construcciones se conecten al cableado eléctrico, o letreros con el número del predio y la leyenda “Vendido”.

En mayo pasado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos determinó que autoridades del nivel federal autorizaron actividades turísticas en la región de Chemuyil de forma indebida, lo que provocó daños ambientales y violaciones al derecho colectivo a un ambiente sano; sin embargo, la investigación realizada por este organismo público se limitó a las afectaciones en los ecosistemas marino y costero. Los encargados de dichas investigaciones no se percataron de las consecuencias que esas actividades provocan inmediatamente después, sobre tierra firme, en la selva.

En familia
Irma es una joven de Europa del Este y Eduardo, un joven de Jalisco, entidad donde se conocieron e hicieron novios hace ya ocho años, en 2014. Sus nombres verdaderos se reservan en este trabajo, para no exponerlos a ninguna consecuencia.

Un año después se casaron y tuvieron como escenario la laguna de Bacalar, otro de los polos turísticos de Quintana Roo, a doscientos kilómetros de Ciudad Chemuyil. El amor que los une, afirman, está marcado por el interés compartido hacia la biodiversidad, el pensamiento holístico y el paraíso quintanarroense —con playas a un lado, selva al otro, cenotes debajo y un cielo radiante—, adonde se mudaron de forma permanente. —Nos llamó mucho la atención estar conectados con la naturaleza —explica Eduardo—, el poder estar en la selva y tener el mar Caribe enfrente, que es bellísimo. Desde antes de que se cruzaran nuestros caminos, los dos siempre estuvimos inmersos en las artes holísticas, la expansión de la conciencia y el trabajo educativo para romper con paradigmas y reprogramar lo establecido en cuanto a lo social. Irma es maestra de yoga y los dos nos dedicamos a la permacultura, que significa “agricultura permanente”, una forma de pensamiento que se ramifica en muchísimos aspectos, pero algunos de sus principios son el cuidado de la gente, la tierra y compartir de maneras justas. Por eso nos llamó la atención el poder rescatar formas indígenas de vivir, que sean sostenibles.

Instalados en un predio selvático de dos hectáreas, estos dos jóvenes forman parte de los nuevos residentes del fraccionamiento que se construirá en Chemuyil.

—Estábamos buscando el amor y el contacto con la naturaleza —añade Irma, en un español casi perfecto—. Por eso, cuando conocimos la biodiversidad de esta parte de México, este lugar lleno de agua, que es la fuente de la vida, decidimos venir aquí. Cuando llegamos, sentimos una energía muy pura en la naturaleza. Cada bolsillo de la selva tiene sus historias, se sienten diferentes cosas, y aquí sentimos algo hermoso, muy noble, por eso llegamos a Chemuyil.

En las dos hectáreas de selva que adquirió, esta pareja erigió una casa de tres niveles, cuyos pilares son troncos de zapote cortados del mismo terreno. En la planta baja tienen un pequeño departamento; arriba, un espacio para practicar yoga, y la planta superior, a diez metros del suelo, por encima de las copas de los árboles, cumple una triple función: como espacio de relajación, como puesto de observación de aves y también es el sostén del sistema de paneles solares con el que energizan su vivienda y de la antena con la que reciben el servicio de internet satelital. Sus dos autos, además, les permiten entrar y salir sin complicaciones de la zona selvática.

Una parte de su terreno fue talada, para “reforestar” con árboles frutales, y en otra tienen un corral de gallinas de las que toman los huevos, lo que les permite cubrir una parte de su dieta con alimentos que “crecieron” ellos mismos en su tierra, mientras que en otros puntos alzaron cabañas con regaderas de agua caliente, así como áreas de meditación, donde hospedan a turistas que contratan sus servicios a través de Airbnb.

El agua la extraen de dos pozos excavados a diecinueve metros de profundidad, conectados al sistema de cavernas inundadas que yace bajo la selva, que luego purifican mediante sistemas de ósmosis inversa instalados tanto en su cocina como en las de las cabañas; los desechos de los baños se van a tanques biodigestores que, con el paso de algunos años, convierten la materia fecal en abono, y su basura orgánica la convierten en composta, lo que les permite “devolverle a la tierra” lo que tomaron de ella. —Buscamos un lugar así por mucho tiempo —añade Eduardo—, hasta que pudimos encontrar Chemuyil, que es un pueblo muy familiar, algo que, desafortunadamente, no pasa en la ciudad de Tulum, pero de todas formas estamos cerca de ella, con todos los servicios disponibles: hospitales, escuelas, supermercados, y con la playa también cerca. Tenemos la bendición de estar rodeados de la naturaleza, de tener silencio y, al mismo tiempo, la conexión con el exterior, con gente, interactuando, aprendiendo.

Ciertamente, los hospitales, supermercados y otros servicios básicos están cerca para quienes cuentan con auto, ya que salir de la selva y llegar a la carretera más cercana, a pie, toma al menos 45 minutos. —¿Ustedes creen que la oportunidad que tienen para desarrollarse en esta localidad, la tiene también la gente de este pueblo?

—Desafortunadamente —reconoce Eduardo—, el desarrollo no es para todos. Muchos de los proyectos que han llegado a la zona [en Quintana Roo, 70% de las habitaciones para turistas son de servicios cinco estrellas] no proveen a los locales nada más que trabajo como mano de obra. Pero nosotros no. Nosotros damos empleo a dos personas, madre e hijo, que nos ayudan, pero solo medio tiempo. Porque para nosotros es importante contribuirles en lo económico, pero también en su desarrollo personal. Entonces, les pagamos bien por medio tiempo de trabajo, para que tengan suficientes recursos para cubrir sus necesidades y ahorrar, pero también que tengan tiempo suficiente para estudiar y estar con sus familias. Así, Ciudad Chemuyil no solo es una “localidad de apoyo” para las zonas hoteleras y residenciales de Tulum. También lo es para el fraccionamiento que crece en su costado, esa parte especial del pueblo en la que sus pobladores originales llegan solo como empleados.

El árbol y sus semillas
Tres décadas atrás, cuando el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores construyó las primeras casas de Ciudad Chemuyil, solo planeó eso: viviendas. No se pensó en pavimentar, crear escuelas, un lugar donde los pobladores recibieran atención médica, áreas de esparcimiento o convivencia comunitaria. Hoy, sin embargo, esta localidad cuenta con dichos servicios, gracias a la organización vecinal promovida en buena medida por una sola persona, la trabajadora social Josefina Galván, una mujer con voz de mando y, a la vez, de trato dulce, que desde finales de los noventa es coordinadora del Centro Comunitario local, un pequeño espacio de trabajo colectivo, abierto a toda la población, que se ubica a la entrada del pueblo y que da la bienvenida a quien llega a Ciudad Chemuyil con una frase de Eduardo Galeano: “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo”.

Desde aquí, Josefina ha podido presenciar el crecimiento de la segunda generación de habitantes de Ciudad Chemuyil, de las hijas e hijos de sus fundadores, que de niños comenzaron a participar en las actividades educativas y lúdicas que promovían, y que ahora son adultos jóvenes.

—Yo siento gran satisfacción, sobre todo de ver a aquellos niños que un día no sabían nada, que desperdiciaban el agua, que tiraban la basura en las calles, que no les importaba su pueblo, y que ahora son gente que ve por su comunidad, que se han organizado para crear oportunidades de desarrollo dentro de la misma localidad, como recorridos turísticos por cenotes, generando empleo para sí mismos, pero también dinamizando la economía local, porque a partir de ellos, otras personas del pueblo han puesto negocios de comida, por ejemplo; o las mujeres jóvenes que han creado talleres de costura a partir de la capacitación que aquí recibieron y que con eso se han empoderado. El actual delegado del pueblo [encargado de gestionar acciones del gobierno municipal] es un muchachito que salió de aquí, por aquí pasó siendo niño, él es una de nuestras “semillas”. Todos ellos y ellas lo son.

No obstante, reconoce que, para esos jóvenes, Ciudad Chemuyil no tiene un sitio que los albergue. —Para ellos no hay lugar, lamentablemente todo está vendido. Cuando tú caminas por las orillas del pueblo, hacia la selva, ya todo tiene dueño. ¿Quién vendió todo ese espacio?, ¿en qué momento lo vendieron?, ¿cómo lo hicieron? No lo sabemos, es una más de las cosas oscuras que pasan en México. Aquí tú ves gran extensión de tierra, pero en realidad no la hay, salvo para los hoteles y las residencias de lujo. Para que viva la gente que es de aquí, no. Su única opción de vivienda es irse a rentar a otro lado. Según versiones de los pobladores, chemuyil es un vocablo maya que puede traducirse como “árbol que florece”, nombre que hace honor a la fertilidad de estas tierras y a la frondosidad de su vegetación. Sin embargo, Ciudad Chemuyil es un árbol con cada vez menos flores nuevas.

Entre 2010 y 2020, la población joven de esta localidad experimentó un desplome de 75% porque los jóvenes están obligados a irse, tal como revelan los censos de población del Instituto Nacional de Estadística y Geografía. De 517 menores de edad que tenía el pueblo hace poco más de una década, bajaron a 136 en la actualidad.

Por eso, aunque suele decirse, a manera de proverbio, que la semilla nunca crece lejos del árbol, en el caso de Ciudad Chemuyil, sus semillas sí deben rodar lejos, porque la tierra que hay aquí es para que otros echen raíces.

Enclavada en el sur de la Riviera Maya, donde se levantan complejos hoteleros de cinco estrellas entre selvas tupidas y playas de arena blanca, se encuentra Chemuyil. Aquí el furor turístico avanza de manera descomunal: desplaza a los habitantes originarios y vuelve privadas sus playas. Actualmente diez desarrollos podrían extenderse sobre más de 400 hectáreas de áreas naturales. Por eso los mayas se organizan para preservar estos ecosistemas, cruciales en la lucha contra el cambio climático.

Eduardo y Santos llevan una doble vida en la jungla de Chemuyil, Quintana Roo, México. Por unlado,son “rastreadores”, hombres que entran a la selva, conocen las plantas, los animales, saben determinar la hora del día sin la necesidad de un reloj y ubican los puntos cardinales sin usar una brújula. Por ello, los expedicionistas extranjeros suelen contratarlos para seguir las huellas de animales que desean estudiar y admirar. Otros los requieren para buscar personas que entraron a la selva y no supieron cómo salir de ahí. De hecho, hacen casi cualquier tarea que eventualmente se requiera dentro del follaje porque crecieron ahí: la selva es su hogar.

Ambos, hombres mayas, jóvenes y con hijos que mantener, son empleados de Paledora, un eco-resort y coworking, selvático también, que ofrece habitaciones al turismo, conectividad de internet de banda ancha para los nómadas digitales, espacios de trabajo con equipo de cómputo, así como instalaciones para realizar retiros espirituales y atender a grupos que van de paseo por la Riviera Maya.

“Trabajo en un coworking porque en el campo no hay dinero”, dice Eduardo, mientras camina con sus chanclas de plástico, sigiloso, entre ramas y raíces, cuidándose de serpientes, hormigas y plantas espinosas.

Atardece en Chemuyil. Y mientras los verdes de las plantas tropicales se vuelven grises, los mosquitos arrecian. Entonces surge de la maleza, remoto, el fuerte chiflido de Santos:

—¡Fuiiiiiit!
—¡Uuuuuujjjjj! —responde Eduardo, inmediatamente, con un alarido.

Es un diálogo sin palabras, sólo ruidos agudísimos, sin significado, que se esparcen y les permiten saber la distancia que hay entre ambos.

—¡Uuuuuujjjjj! —se desparrama el aullido de Santos.
—¡Uuuuaaahhhj! —grita Eduardo y luego explica— ya avanzó como veinte metros.

Ésta es la forma en que los pobladores mayas de la península de Yucatán se mueven en la selva sin dispersarse ni perder el rumbo, ya que el espesor de la vegetación impide ver más allá de cinco metros. Así, por ejemplo, a puro oído, se delimitan las cuadrículas que han de abrirse en la selva para el cultivo de maíz y frijol.

Esta vez, sin embargo, los rastreadores usan esta técnica para localizar el dron de un fotógrafo que se quedó sin pila en pleno vuelo y cayó en la vegetación. El sujeto había buscado su aparato por más de cuatro horas, bajo el sol, a más de 35°C. Se deshidrató, se desgarró la ropa y se rasguñó todo el cuerpo con ramas y espinas, sin éxito. Finalmente, les pidió orientación a los locales, quienes le dieron una única referencia: que buscara a Santos y Eduardo, quienes pronto se fueron, peinando el monte, avanzando con calma en trechos de diez metros, midiendo la distancia con el sonido y observando con ojo conocedor el suelo selvático y las copas de los árboles, en busca de aquello que no correspondiera con el contexto.

José Santos Marín, 40 años, y su hijo Santos Enrique Marín, de 16, posan para un retrato mientras abrazan un árbol de la selva en Quintana Roo.

La selva de Chemuyil cerca del cenote Sutul-Ha (Agua en los alrededores) temprano por la mañana.

En menos de dos horas encontraron el dron, al pie de un árbol de chicozapote. El forastero los abrazó, lloró de alegría y les dió una compensación económica.

“Me gusta ir en el monte desde pequeñito”, cuenta Santos, de camino a su casa, luego de recuperar el dron perdido. “No me gustaba ir a la escuela: hasta me daban de bejucazos para que yo me fuera a la escuela. Prefiero los bejucazos. Y prefiero ir al monte, ir a la milpa. Nosotros nacimos en la milpa”. Santos es un hombre risueño y ágil, que aprendió de sus tíos a ser rastreador. Es originario del pueblo maya de Tiholop, ubicado selva adentro, a 137 kilómetros de la costa, un territorio que forma parte del estado de Yucatán. Aunque se crió como campesino, abandonó las labores agrícolas en su juventud y migró hacia Chemuyil, cerca de las zonas turísticas de la Riviera Maya, en busca de empleo.

Hoy vive con su esposa Amalia, sus cuatro hijos y un nieto en Ciudad Chemuyil, una unidad de viviendas de interés social, diseñadas bajo un mismo patrón de construcción económica, con un mercado pequeño donde mujeres de huipiles largos venden frutas de la región: pitahayas, mangos y guayas. En Ciudad Chemuyil viven 675 personas. Fue levantada en los años noventa, en medio de la jungla. Por eso, desde su vivienda, Santos puede oír y ver la selva de la que, desde niño, se siente parte.

“¿Sabes por qué me gustaba ir en el monte?”, pregunta, con una sonrisa. “Porque llevaba mi resortera. Me gustaba tirar los animales. Hacía mi carbón, así, asaba mis palomitas y comía bien bonito en el monte. Ya llegaba a mi casa ya lleno”.

Aun ahora, siendo adulto, el pasatiempo de Santos es internarse en la selva para encontrar los panales de xunán kab o “señora abeja”, la abeja sin aguijón, y comer la miel. Avanza hasta toparse con una abeja. Toma un hilo de su ropa deshilachada, captura al bicho, le amarra el hilo en una pata; luego la libera y va detrás, siguiendo la luz del sol que se refleja en el hilo, que contrasta con la oscuridad del follaje. “Cuando una abeja se asusta, regresa al panal”, explica Santos.

La selva de Chemuyil, que en maya significa “árbol que florece”, se preserva como un área virgen, con grandes árboles de ceiba, de chicle, de ramón, de chicozapote y cacao, entre muchos otros, y en ella coexisten setenta especies de fauna, de las cuales, veintisiete están amenazadas, en peligro de extinción o sujetas a protección especial. Hay jaguares, tortugas, pecaríes, pelícanos, águilas, iguanas, zopilotes y peces como la sardinita yucateca y el juil de cenote, así como un sinfín de insectos.

Pero Chemuyil no permanecerá así por mucho tiempo.

Aquí está autorizada la construcción de un complejo inmobiliario que arrasará con 105 hectáreas de selva, para levantar en su lugar 1986 viviendas de lujo. Los rastreadores, Santos y Eduardo, ignoran que ése es el destino de esta extensión de selva. Sólo saben, como el resto, que hay un punto en el que un tendido de alambre de púas les impide seguir adelante. De éste pende un letrero, escrito en español, donde se lee: “Propiedad privada”.

Vista aérea de Tao Community localizada en Akumal, dentro del complejo residencial Gran Bahía Príncipe, en Quintana Roo.

La selva de Chemuyil se preserva como un área virgen, con grandes árboles de ceiba, de chicle, de ramón, de chicozapote y cacao, entre otros; en ella coexisten setenta especies, de las cuales veintisiete están amenazadas, en peligro de extinción o sujetas a protección especial.

DOS MUNDOS

Chemuyil está enclavada en el sur de la Riviera Maya, en un polo turístico internacional con alrededor de 45000 cuartos para hospedaje, la mayoría en complejos hoteleros de cinco estrellas, erigidos entre selvas tupidas y playas de arena clara. Sus destinos naturales y arqueológicos son tan atractivos que, en 2020, mientras el mundo estaba en emergencia sanitaria por la pandemia de covid-19, la Riviera Maya recibió 1795000 turistas, 98% de ellos, extranjeros. En épocas normales, esta cifra llega a ser tres veces más alta: en 2019, por ejemplo, se reportó la llegada de 4899000 turistas.

Tulum, territorio al que pertenece la zona de Chemuyil, se constituyó como municipio en 2008 y su crecimiento como destino turístico da vértigo. Es el sitio más cotizado de toda la Riviera, con tarifas hoteleras que pueden superar los 67 000 pesos mexicanos la noche. Este paraíso turístico se levanta a lo largo de la región con la mayor biodiversidad del país.

En esta selva de la península de Yucatán, la Carretera Federal 307 es una larga arteria que surca la Riviera Maya de norte a sur. Del lado oeste de la autopista queda la selva, mientras que las playas blancas, donde nadan turistas y desovan tortugas, aguardan al oriente. La autopista 307 es la frontera que separa ambos mundos.

Siete kilómetros al norte de Ciudad Chemuyil, aún sobre la carretera, está Akumal Pueblo, su localidad hermana, construida también a mediados de los noventa y cuyo nombre significa en maya “lugar de tortugas” por las varias especies que han habitado esta zona, como la caguama o la tortuga verde. Mientras que la mayoría de sus viviendas son exactamente iguales, en Akumal Pueblo cada persona eligió la forma de sus casas, algunas aún con techo tradicional, de hojas de palma huano o xa’an, la mayoría en terrenos amplios, que fueron cedidos a sus moradores por el gobierno estatal. En ambas localidades la lengua maya se usa en la convivencia familiar, las escuelas, el comercio y las ceremonias religiosas. De hecho, el Censo de Población y Vivienda de 2020 indica que 44% de la población pertenece a “hogares indígenas”, aunque también revela que, al interior de éstos, sólo la mitad de los integrantes preserva el conocimiento de la lengua maya.

Ciudad Chemuyil y Akumal Pueblo surgieron como satélites de Akumal Beach Resorts: un complejo turístico que cada año recibe a medio millón de visitantes.

Mientras que a la primera la poblaron en su mayoría empleados del sector hotelero: meseros, camaristas, bell boys, personal de cocina, jardinería, vigilancia, limpieza y animadores de albercas, a la segunda la levantaron pescadores y campesinos de origen maya que habitaban la bahía de Akumal y cultivaban palmas de coco, producían miel o recolectaban aves, que vendían a la orilla del camino. A estos pobladores originales los desplazaron al interior de la selva hace treinta años para la construcción del conjunto hotelero. El resto son familias migrantes, especialmente mayas provenientes de Yucatán, el estado vecino, que se asentaron ahí atraídas por la oferta de empleo en la industria turística o, también, como albañiles para la construcción de hoteles, residenciales, condominios y villas privadas frente al mar.

Rocío Sánchez, antropóloga y doctora en Desarrollo Rural por la Universidad Autónoma Metropolitana, recuerda que en 1995, cuando llegó el huracán Roxana a las costas de Quintana Roo, Campeche, Yucatán, Chiapas, Tabasco y Veracruz, se aprovechó la devastación costera para “desplazar a los pescadores de Akumal al otro lado de la carretera”. Alejarse de la playa fue la condición que impuso el gobierno del estado para beneficiarlos con la “regularización territorial”: el reconocimiento legal de su localidad. Esto les permitiría acceder a servicios públicos, además de que los identificaría como dueños de las nuevas viviendas que, a partir de ese momento, habitarían. “Se les asignaron predios a todas las personas que vivían en la costa. También se les dieron materiales y créditos de vivienda para construir casas”, dice la antropóloga.

Pero a los habitantes nunca se les dijo que, desde ese momento, privatizarían la playa y prohibirían a la población el libre acceso. A muchos de los que habían llegado a la zona a trabajar en los hoteles e hicieron su hogar junto a la playa, de un momento a otro, se les pidió que de­salojaran; éste es el caso de José Fernando Vázquez, de 75 años, un migrante yucateco, coprero, quien luchó a contracorriente por varios años para tener una casa propia en Akumal Pueblo.

Cerca metálica dentro de la selva de Chemuyil que limita la extensión de un predio privado con letreros que prohiben el paso.

De paraíso natural a turístico

Soy José Fernando Vázquez Castro, ése es mi nombre.

Tengo aquí viviendo 43 años. Cuando llegué aquí no había carretera para Carrillo Puerto, sólo llegaba a Tulum y era un camino angosto. No había como está ahorita. Yo vine de Yucatán buscando trabajo aquí, en una motocicleta; busqué trabajo aquí y pedí trabajo aquí. Un amigo me dijo que viniera porque “aunque tengas dinero no lo gastas”, me dice, “porque no hay tienda, no hay nada”... No había nada.

Vine en el 73 o 74 y pues aquí había hasta venados, muchos animales aquí en el monte; en serio, yo sacaba mi escopeta y a tirar. Cazaba yo venados.

La gente de aquí vivía del apiario: en toda la orilla de la carretera estaba lleno de apiarios. De la abeja, cajas de abeja, montón había en la carretera. Había mucho coco, interminable de coco, entonces recolectaban los cocos en unas sogas que tienen puestas, amarradas, y vámonos, se lo ponían para que se seque y con eso juntaban toneladas y venía un camión a buscarlo de Mérida, para hacer aceite.

De aquí extraían la copra, el novio del coco: ésta la ponen a secar y lo ponen en un costal y lo llevan. Allá subía la gente y aquí había campesinos también trabajando la tierra y todo. Pues fue creciendo, aumentando, y empezaron a llegar más gente, más gente... En eso, hicieron un hotel, en donde están los pinos; y más personal, vino más gente, invadieron todo lo que era.

En los noventa, el dueño de todo ese terreno vendió la mitad a Pablo Bush. Él formó una inmobiliaria que se llama Promotora Akumal Caribe; entonces, empezó a vender los lotes de toda la playa, a lotificar todo, y empezó a llegar gente a toda la zona.

“Cuando llegué no había carretera para Carrillo Puerto, sólo llegaba a Tulum y era un camino angosto. Yo vine de Yucatán buscando trabajo en una motocicleta. Busqué y aquí pedí trabajo. Un amigo me dijo que viniera porque ‘aunque tengas dinero no lo gastas’, me dice, ‘porque no hay tienda, no hay nada’... No había nada”.

Santos Matuz, 41 años, chifla mostrando los sonidos que usan los rastreadores dentro de la selva para saber la distancia entre ellos.

José Avilés posa para un retrato en el pueblo de Akumal, Quintana Roo.

Cacería de tesoros

El galeón español El Matancero naufragó con sus tesoros en el siglo xviii frente a las playas del estado. Este naufragio ya había sido descubierto en 1957 y, desde entonces, lo exploraron distintas iniciativas arqueológicas, avaladas por la autoridad. No se trataba de una expedición sencilla, debido a que, sobre los restos del galeón, creció un conglomerado coralino dentro del cual quedó atrapada su carga.

Poco más de tres décadas después Bush Romero llegó a Akumal, en busca de las piezas arqueológicas que hubieran permanecido encerradas dentro del coral. Pero el cazador de tesoros encontró algo más valioso que los restos de un galeón: “se dio cuenta de que Akumal era el destino turístico ideal”. Así lo narra la página oficial del Centro Ecológico Akumal (CEA), una agrupación creada por la misma familia Bush para “conservar” la zona y cuyas instalaciones incluyen el muro que bloquea el libre paso a la playa.

Bush adquirió las tierras costeras a precio de suelo de cultivo: el más bajo del mercado inmobiliario. Con apoyo del gobierno estatal, desplazó a los campesinos y pesca­dores que la habitaban hacia la selva, más allá de la autopista. Con la playa a su disposición, creó el Club de Yates Akumal, tal como especifica el sitio oficial del CEA, cuyos representantes no accedieron a dar una entrevista para esta investigación.

“Antes de los 2000, mi familia y yo vivíamos allá”, recuerda Mirna Pech, una mujer maya de 38 años que creció en la bahía de Akumal. “Tú podías entrar a la playa a la hora que tú quisieras, podías meterte al mar todo el santo día si querías... En las noches podías caminar en la playa, no había nadie que te molestara”.

Mientras habla, Mirna sostiene en sus manos un coctel helado que ella misma se preparó con coco y licor y que bebe con profundo gozo y relajación, porque éste es el primer día de las vacaciones que ella misma se autorizó, ya que es dueña y única empleada del restaurante que montó en su casa, X’Mirna Café Town, ubicado en Akumal Pueblo, sobre la carretera. La “x”, explica, es un posesivo en lengua maya, por lo que en español podría leerse como “Café Town de Mirna”.

Habita la planta de arriba, en cuyo balcón acumula macetas que se desbordan, mientras abajo ofrece pastas, pizzas y cocteles. Mirna nació en el municipio vecino de Carrillo Puerto, pero desde pequeña se instaló en Akumal con su mamá. Eran los ochenta. “Mi mamá venía aquí a vender, ella se dedicaba al comercio: era una de las proveedoras de la comunidad. Nos traía tortillas, carne, frutas”.

Akumal era entonces un pueblo aislado geográficamente: sólo había dos personas dedicadas a traer alimentos para comerciar con los locales. La mamá de Mirna era una de ellas. Por eso, cuenta, “nos trajo para acá. Estábamos pequeños y vivíamos de ese lado de la playa, mi mamá tenía su puesto ahí”.

A Mirna y a su familia, junto con otras, las desalojaron de la playa en 1995 con pretexto del huracán Roxana: “Llegó el huracán, mi mamá tenía que desocupar el localcito, que [se encontraba en el espacio que ahora] es parte del centro ecológico y de todo lo que han privatizado aquí. Cuando el proceso de desplazamiento comenzó yo era pequeña. Yo tenía creo que trece años”.

Reconoce que se trata de una época que apenas recuerda, de la que fue poco consciente. Pero ocho años después, en 2013, “cuando comenzaron a privatizar la playa”, era ya una joven de veintiún años.

“Desde que cerraron la playa, no he vuelto. Y porque, te lo juro, eso es más como por dignidad o, quizá, orgullo. Yo juré no volver a entrar mientras eso siga así y no pienso volver a entrar. No puedo entra

“Ahí sí me tocó la organización: nosotros estuvimos muy, muy metidos en la lucha de la revisión. Tengo mucho coraje, de verdad, porque luchamos diez años, diez años estuvimos manifestándonos, juntándonos, organizándonos, haciendo muchas cosas ahí para… para impedir que se privatizara y que se cerrara. Los que participábamos eran taxistas, mamás, pescadores y trabajadores de los hoteles, pero ganó la corrupción. Y, pues, la verdad, dejamos de hacerlo, porque nosotros no somos mafiosos y al final la lucha no era sólo por Akumal, era para todos los que quisieran visitar la playa”.

El 29 de mayo de 2016 ocurrió la última protesta para reclamar la apertura de la playa. Ese día, cuenta Mirna, “hasta la policía estuvo haciendo disparos al aire para ahuyentarnos, pues nosotros nos manifestamos en la playa y hacíamos barricadas en el pueblo. Ese día nosotros hasta regresamos a la cancha para ver quién estaba lastimado; ese día fue muy tenso, todos teníamos miedo. La policía estatal y federal, municipales, nos sitió aquí y habían como cincuenta patrullas en la entrada. Todos nos fuimos a la cancha a las ocho de la noche, que era el sitio donde nos poníamos de acuerdo sobre qué íbamos hacer con el municipio, y una amiga que se llama Nancy, que siempre ha estado con nosotros, me avisó que las patrullas ya iban para allá y, cuando nos dijeron eso, todo mundo corrió. Agarraron a varios; a diecisiete compañeros se los llevaron y nos pusimos acá con piedras y a exigir que los regresaran, porque se supone que los dejaron en Playa del Carmen. La policía, como si fuéramos unos pinches delincuentes. Hasta mi hija, llorando, me dijo que ya no me metiera en eso; también mi mamá”.

Luego de ese operativo represivo, “nos empezaron a mandar mensajes de muerte”, recuerda. Mensajes del tipo: “Empieza a juntar para tu caja”.

Aunque Mirna empezó su narración tranquila, ahora se exalta: “Se me hace un nudo en la garganta de tanto coraje, pero ya no se pudo hacer nada”.

Lo único que queda es actuar con dignidad, destaca. Por eso, a pesar de que dejó su infancia en la playa de Akumal, Mirna no piensa visitarla durante sus vacaciones. “Yo, desde que cerraron la playa, no he vuelto. Y porque, te lo juro, eso es más como por dignidad o, quizá, orgullo. Yo juré no volver a entrar mientras eso siga así y no pienso volver a entrar. No puedo entrar allá, es como aceptar que perdimos”.

Aunque la Ley General de Bienes Nacionales señala que las playas mexicanas son áreas de uso público, que deben estar abiertas a cualquier persona que quiera disfrutarlas, en el presente una muralla de quince metros de altura y una valla de torniquetes bloquean el paso a la playa de Akumal. Sólo existen tres formas de entrar: ser propietario de una residencia, hospedarse en alguno de los hoteles del conglomerado turístico o pagarle a este mismo grupo privado una tarifa establecida por ellos mismos: cuatro dólares por persona al día. A manera de concesión, quienes controlan la playa permiten a los lugareños el acceso sin pago, pero sólo si comprueban su residencia mediante documentación oficial.

Club Akumal Caribe, S.A., Miramar, Casa Aventura y Akumal Amanecer son sólo algunos de los hoteles lujosos, fincas de descanso y negocios de servicios turísticos que se asientan a lo largo de la bahía de Akumal y tienen acceso exclusivo a la playa. La escenografía es excepcional: cuatro puntos de anidación de tortugas, ideales para que los huéspedes y residentes de la playa exclusiva practiquen buceo con esnórquel.

Si abren las playas, me quedo

Me llamo Manuel de la Cruz y le doy gracias a Dios de que ya me dejó vivir 61 años.
Salí de Valladolid [Yucatán]. Venimos en un velero, íbamos para Cozumel, mi papá, el tío de un tío y un primo mío que se llama Felipe. Nos amarraron en el mástil para que no nos caigamos al agua. Fue cuando conocimos Akumal, un cocal de kilómetros. Y ya nos quedamos aquí.

El coco vino desapareciendo; ahorita ya tiene rato. Empezó a morir por medio de una enfermedad que sigue [amarillamiento letal], decían que era un gusano que se posaba en el coco y barrenaba lo que es el corazón.

Le digo que en el 78 me casé. Mi trabajo antes era que me metía al restaurante y ya después el buceo, como capitán de lanchas para los buzos. Y ya, me dediqué a la pesca, dije, pues ya basta de patrón, ya no quiero ser empleado de nadie. No alcanzaba. Había que darle más a la familia.

Akumal no era un pueblo pesquero. Sin embargo, la gente pescaba las tortugas, se las llevaban a vender en Belice. En ese tiempo, pues quieres comer langosta, entras [al mar]; pescado, caracol. Un poco los vela ya no se saca, a lo más, bonito; y dorado, marlín, no les dejan sacar ya. Y también, no nos conviene sacarlo. La tortuga se dejó de comer aquí en el 72 o 73, porque ya se veía turismo. La carne de tortuga era lo máximo, la verdad, lo máximo. Sabe a todo tipo de animalitos. Se secaba o también se comía asada. Hay quien todavía lo hace, pero a escondidas. Ahorita ya no se permite. Revientas una escopeta y tienes a los soldados. La Conabio es la que está dedicada a eso. Si alguien va a arponear y lo alcanzan a ver, lo reportan. Te bajan todo, todo, y te dejan ir.

Si llegan a abrir, sería otra cosa. No que a todo mundo tienes que pedirle permiso. Yo, para sacar mi lancha, tengo que hacer un oficio.

Enseñaron el colmillo. Akumal cambió por la gente extranjera que vino. Compran la tierra y piensan que son dueños de todo, que les vendieron parte del mar. Mucha gente se da cuenta, pero no habla porque tiene miedo. Si también están buenos los catorrazos. Yo le doy gracias a Dios que puedo entrar, vender [paseos en lancha] y salir sin problema.

A nosotros los locales no nos cobran, sí, pero para que llegue la gente conmigo tiene que pagar su entrada. De cinco o seis personas son seiscientos pesos, más lo que pagan en gasolina, [luego de eso] ya no te consume nada

Pues, si abren la playa, me quedo. Porque ya puedo ver mis paisanos que entran, gente humilde que llegaba antes, con el riesgo de la carretera, de los federales, pero llegaban. Con su comida, sus hijos, sus refrescos, entraban a nadar. Ahorita nosotros no podemos entrar a nadar.

Agua del cenote Ta’akbi-Ha (Agua escondida)

Un ave bajo la tormenta

Una leyenda maya narra que el pájaro Toh perdió parte de su cola a causa de una tormenta. Cuentan que no quiso ayudar a las otras aves a reforzar el refugio que compartían y mejor se escondió en un arbusto y ahí durmió, sin reparar en que su cola había quedado a la intemperie. El mal tiempo la destruyó y sólo le quedaron dos largas varas desnudas de las que, en el extremo, pende un conjunto de plumas. “Tuuut-tuuut” es el sonido que hace este pájaro de plumaje azul, también conocido como “relojero” por el movimiento de su cola. Es una de las 7444 especies aéreas nativas de la península de Yucatán y los mayas la consideran sagrada por resguardar las entradas al inframundo, los cenotes, donde suele anidar y alimentarse.

De esta ave toma su nombre el proyecto Toh Centro de Conservación del Hábitat y Desarrollo Humano, que contempla abarcar 105 hectáreas de la selva de Chemuyil. Aunque su nombre puede hacer pensar que se trata de una institución dedicada a la preservación, en realidad es un conjunto residencial de lujo en donde se pretende edificar dos millares de viviendas, distribuidas en 279 edificios, entre unifamiliares, condominios y town homes. El 56% del espacio será destinado a asentamientos humanos y equipamiento urbano; 44% de las hectáreas de selva restantes será un corredor biológico ornamental, con dos cenotes naturales para goce exclusivo de los residentes.

En los últimos treinta años se han autorizado en el estado, al menos, 138 cambios de uso de suelo para permitir el desarrollo de proyectos inmobiliario-turísticos, tal como revela una revisión al Periódico oficial de Quintana Roo. De ellos, treinta están en Tulum y al menos diez se autorizaron sobre parcelas rurales, extensiones de selva o áreas verdes bajo políticas de fragilidad ambiental para la pro­tección de flora, fauna y corredores ecológicos. En total, esos diez desarrollos turísticos se extenderán sobre 448 hectáreas de áreas naturales. De esos proyectos, Toh es el único proyecto autorizado con “uso de suelo habitacional sustentable”. Extrañamente, este cambio en el uso del suelo no está reconocido en el Plan Municipal de Desarrollo Territorial y Urbano de Tulum ni en la Ley de Asentamientos Humanos, Ordenamiento Territorial y Desarrollo Urbano del Estado de Quintana Roo; es decir, no hay una norma que establezca lo que puede hacerse, o no, con 105 hectáreas de selva virgen.

Una leyenda maya narra que el pájaro Toh perdió parte de su cola a causa de una tormenta. No quiso ayudar a las otras aves a reforzar el refugio que compartían y mejor se escondió en un arbusto y ahí durmió, sin reparar en que su cola había quedado a la intemperie. El mal tiempo la destruyó y sólo le quedaron dos largas varas desnudas.

Para este desarrollo inmobiliario, además, se contempla la tala de 20315 ejemplares de árboles, entre los cuales hay especies catalogadas como “amenazadas” por la autoridad ambiental mexicana, como los k’ulinche’, cedro y xkanlol, así como las palmas nakax, kuca’, soyate despeinada y chit. Pese a estos impactos ambientales, el 4 de abril de 2019 la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales otorgó la autorización al desarrollo Toh, promovido por la empresa Condo Hotel GBP, S.A. de C.V. Aunque ésta fue consultada como parte de esta investigación, no quiso fijar ninguna postura y sólo señaló que el proyecto está “en pausa”.

Para Graciela Saldaña Fraire, subsecretaria de Política Ambiental del estado de Quintana Roo, el crecimiento exponencial y descontrolado que ha tenido la zona de Akumal y Chemuyil es producto de una falla en los tres niveles de gobierno y tiene que ver con la falta de vigilancia después de la autorización de los proyectos. “Desgraciadamente, muchos desarrollos se aprovechan de eso y dicen: ‘Hoy no vienen [las autoridades], van a venir la otra semana, lo hacemos rápido’ y eso lo vemos muchas veces en Cancún. De noche rellenan manglares, por ejemplo, entonces, de plano ves que todo eso que era manglar, de repente, de un día para otro, ya desapareció. Algo está mal ahí, algo está fallando. Tenemos que revisar y supervisar”, señaló.

La selva maya, añade la doctora en Biología Patricia Santos González, es la masa forestal más grande de América después del Amazonas. Y, al reducir su área mediante la expansión de proyectos urbanísticos, disminuyen también los servicios ambientales que presta a la población local y al mundo. “Las selvas están absorbiendo carbono, a través de la fotosíntesis crean moléculas. Esta reacción baja el carbono que generan las ciudades para convertirlo en biomasa vegetal, que luego nosotros, los animales, nos comemos”, detalla la especialista.

Gracias a ello, “las selvas permiten que la concentración de dióxido carbono en el planeta sea estable; ahora que hemos inyectado tanto dióxido de carbono atmosférico por las actividades relacionadas con los combustibles fósiles, las selvas están ayudando a compensar el exceso de gases de efecto invernadero, que provocan el cambio climático”.

Ése es uno de los principales aportes de las selvas a nivel global. Pero a nivel local, también prestan servicios ambientales básicos. En esta península, que comprende Quintana Roo, Yucatán y Campeche, la selva presenta una característica que no se ve en el Amazonas ni en el continente africano. La doctora Santos lo explica: “Aquí hay una situación ecológica de conectividad: toda la península es una plataforma de losa calcárea, como si fuera un pastel milhojas, pero a nivel milimétrico, en donde las capas de carbonato se van depositando unas sobre otras y esas capas son de un material muy suave y muy permeable, por lo que la lluvia forma perforaciones, lo va diluyendo, creando un sistema hidrológico subterráneo. Por eso no hay ríos superficiales en la zona: toda el agua se filtra hasta el manto freático y conecta, por debajo de la tierra, todos los ecosistemas de la zona. Estamos hablando de que la selva, los cenotes, los manglares, los pastos marinos, todo está conectado por el mismo acuífero. Y lo que pase en un lugar afecta a todos los demás. Si acá se vierten contaminantes, aceites o detergentes, los fertilizantes de los cultivos, los agroquímicos de los campos de golf, todo eso va al acuífero y a los demás ecosistemas”.

“Estamos hablando de que la selva, los cenotes, los manglares, los pastos marinos, todo está conectado por el mismo acuífero. Y lo que pase en un lugar afecta a todos los demás. Si acá se vierten contaminantes, aceites o detergentes, los fertilizantes de los cultivos, los agroquímicos de los campos de golf, todo eso va a los demás ecosistemas”.

De ese mismo acuífero sale el agua que bebe la población. Tanto la local como la que está de paseo. Pero la urbanización constante, derivada de la actividad turística en Tulum, no sólo tiene un impacto ambiental; también agudiza la desigualdad y la marginación de sus habitantes. “Los beneficios económicos y sociales derivados de la actividad turística no llegan a la población local”, dice Lucinda Arroyo, académica en Desarrollo Sustentable por la Universidad de Quintana Roo. Por su parte, la antropóloga Rocío Sánchez añade: “Se habla de creación de empleos, pero los empleos mejor remunerados no son para la población local. Todas las gerencias y puestos importantes dentro del sector turístico son para personas que vienen del norte del país o de la Ciudad de México”. No para los habitantes de Tulum o las localidades de la Riviera Maya, quienes sólo pueden aspirar a ser meseros, camaristas, bell boys.

De modo que la desigualdad aquí es física y geográfica: cerca de la costa se levantan zonas exclusivas para el disfrute de turistas y la élite de la población; selva adentro, del otro lado de la autopista 307, crecen las ciudades-dormitorio que habitan los empleados de la industria turística, como Tulum o Carrillo Puerto, así como un puñado de pequeños poblados satélite, con escaso acceso a servicios y al ejercicio de derechos, y nulas perspectivas de desarrollo, entre ellos, Ciudad Chemuyil y Akumal Pueblo u otros, como San Martín y San Lorenzo, que quedaron lejos de los conjuntos urbanos.

Durante el levantamiento del Censo de Población y Vivienda de 2020 estas desigualdades quedaron a la vista. Los habitantes de Ciudad Chemuyil identificaron “la inseguridad, la delincuencia y las adicciones” como su principal problemática; en Akumal Pueblo, lo fueron el “desempleo y el empleo deficiente”; mientras que, del otro lado de la carretera, en Akumal Beach Resorts, los reportes censales revelaron que la población se declaraba “sin problemas”.

Oswaldo Javier Sánchez Fuentes, 18 años, nada en el cenote Sutul-Ha (Agua en los alrededores) momentos antes de comenzar una visita guiada para turistas.

El camino del agua

Entre Ciudad Chemuyil y Akumal Pueblo existe una delgada vereda selvática, en la que sólo la mirada audaz puede detectar una cueva inundada, bajo la sábana verde, a ras del suelo. Es el cenote Ta’akbi-ha, que significa “agua escondida”.

En la entrada, dos guardianes: Alan de la O y Marvin Heb, jóvenes de cubrebocas y camisa de manga larga pese al calor, oriundos de Ciudad Chemuyil.

“Hemos crecido viendo los cenotes”, cuenta Marvin, maya de Yucatán, de veintiocho años, a quien trajeron aquí sus padres, de niño, quienes vinieron, como muchos, en busca de trabajo. “Yo me acuerdo como si fuese sido ayer que íbamos en este camino y vamos en busca de las palomas, caminábamos horas y, en una de ésas, en un cenote que se llama Xunaan Ha, que está cerca de aquí, un día vimos a unas personas que llegaron con trajes así, raros, que eran los tanques de buceo. Bueno, yo fui uno de los que se preguntó quiénes son ellos, qué están haciendo aquí, sin saber qué, hace como trece años. National Geographic vino con mucha gente a explorar. Nuestros padres eran los que cargaban los tanques, eran los chalanes”.

No obstante, reconoce, con el final de la infancia, la pandilla de niños y niñas de Chemuyil perdió la costumbre de frecuentar Ta’akbi-ha, Xunaan Ha y otros cenotes; se disgregaron por la escuela, el relajo, en fin, la adolescencia. Pero unos años después, ya jóvenes, volvieron a reunirse y decidieron regresar a los sitios donde solían jugar, sólo para encontrarse con su destrucción.

Cerca de la costa se levantan zonas exclusivas para el disfrute de turistas y la élite de la población; selva adentro, del otro lado de la autopista 307, crecen las ciudades-dormitorio que habitan los empleados de la industria turística, como Tulum o Carrillo Puerto, así como un puñado de pequeños poblados satélite,con escaso acceso a servicios.

“Lastimosamente, fue un impacto muy grande para nuestro corazón, que aquí se tiró basura de muchos tipos: botellas, latas, popó y, pues, la cosa fue empeorando. Empezaron a grafitear los cenotes. Empecé a ver otro tipo de actos, encontramos lo que son condones aquí”, narra Marvin.

Como prueba, Alan porta un álbum fotográfico que les muestra a todos los visitantes, con imágenes de heces fecales, basura, condones, colchones y llantas abandonados dentro de Ta’akbi-ha.

Hasta 2017, señala Marvin, al cenote Ta’akbi-ha “llegaba gente muy agresiva, gente mal educada. Y así se fue, al grado de que ya era como un bar, pero un bar en excelencia. Sí, de verdad. Nosotros nunca lo hicimos y otra gente, sin pedir permiso, valiéndose de todo, ahí estaba con sus caguamas [cervezas], con sus neveras, con sus asadores. Fumando, ya sabes, de todo tipo de cosas”.

En poco tiempo, recuerda Marvin, “la voz corrió muy internacionalmente”. Llegaba gente de Argentina, de España, de Estados Unidos, por ejemplo, y también nacionales, de Guadalajara, de Guerrero, de otros puntos del sureste mexicano. “Se ha corrido la mala voz de que puede embriagarse uno acá, de que se puede drogar, de que la gente [local] no dice nada”. Pero eso no es así. Los locales, más bien, “somos esas personas que de niños ya cuidamos los cenotes, los protegemos, siempre los hemos amado”, dice Marvin. “De allá surge lo que es el proyecto de un día nosotros, de tantas veces ir a limpiar [el cenote], dijimos ‘bueno, nadie nos está checando, está bien, necesitamos cuidarlo y necesitamos estar aquí diariamente, para ver quién viene y qué es lo que hace’. Y de ahí surgió la idea”.

Ése es uno de los principales aportes de las selvas a nivel global. Pero a nivel local, también prestan servicios ambientales básicos. En esta península, que comprende Quintana Roo, Yucatán y Campeche, la selva presenta una característica que no se ve en el Amazonas ni en el continente africano. La doctora Santos lo explica: “Aquí hay una situación ecológica de conectividad: toda la península es una plataforma de losa calcárea, como si fuera un pastel milhojas, pero a nivel milimétrico, en donde las capas de carbonato se van depositando unas sobre otras y esas capas son de un material muy suave y muy permeable, por lo que la lluvia forma perforaciones, lo va diluyendo, creando un sistema hidrológico subterráneo. Por eso no hay ríos superficiales en la zona: toda el agua se filtra hasta el manto freático y conecta, por debajo de la tierra, todos los ecosistemas de la zona. Estamos hablando de que la selva, los cenotes, los manglares, los pastos marinos, todo está conectado por el mismo acuífero. Y lo que pase en un lugar afecta a todos los demás. Si acá se vierten contaminantes, aceites o detergentes, los fertilizantes de los cultivos, los agroquímicos de los campos de golf, todo eso va al acuífero y a los demás ecosistemas”.

El proyecto al que se refiere Marvin es la cooperativa Bejil-ha, “el camino del agua” en maya, conformada en 2017 por catorce jóvenes, todos amigos y amigas de la infancia, que intentan construir un camino en el que los intereses económicos y ambientales puedan cruzarse, comulgar equilibradamente. Todos los días, un par de integrantes de este colectivo hace guardia frente a éste y otros cenotes de la selva, para evitar que los usen como depósitos de basura, así como para guiar a los turistas sobre el acceso correcto a estas cavernas inundadas y ganarse una bonificación del turista. Es decir, este cenote es también una fuente de empleo. La tarea que han asumido es regular el número de personas que entran y cerciorarse de que admiren y disfruten estos ecosistemas subterráneos sin dañarlos ni contaminarlos.

A la entrada del cenote la cooperativa colocó dos letreros. El primero reza: “K’ambe’enilech. Bienvenidos. Welcome”, en maya, español e inglés. El segundo grita: “¡Sin bloqueador solar! ¡Sin repelente para mosquitos!”, sólo en español.

“Nosotros lo que pretendemos sobre todo es la conciencia y el cuidado; que [los visitantes] no tiren repelente, que no usen bloqueador, porque si algo hemos aprendido de estos cenotes es que su capacidad es muy pequeña. El que uno vaya metiendo muchas personas al día rompe el ciclo del ecosistema, porque es un ecosistema vivo, desde la tortuga que en las mañanas sale, hasta los pájaros tucanes, todos unos con otros están interconectados”, explica Marvin. Sin embargo, narra el joven maya, conforme proliferan hoteles en Akumal, aumenta la amenaza a los cenotes y todos los ecosistemas que dependen de ellos. “Ya ven ahorita, vienen entre mallas [metálicas], está construyéndose un hotel aquí enfrente, se están vendiendo las propiedades. Entonces, de ser un pueblito pequeño ahorita [Ciudad Chemuyil] va a ser como una central, o sea, toda la gente que entre para los terrenos tiene que entrar por aquí”, dice.
En uno de estos cenotes a merced de la industria turística, en 2007, el Instituto Nacional de Antropología e Historia encontró los restos de Naia o la “ninfa del agua”, como la bautizaron los buzos que la encontraron, una adolescente que cayó por accidente en un cenote hace aproximadamente trece mil años, a muy corta distancia de Chemuyil.

“Aquí, en la península de Yucatán, está el sistema de cuevas inundadas más grande del mundo”, añade Alan. “Aquí, al ladito de Chemuyil, tenemos lo que es el sistema de Xunaan Ha, que está compuesto por 31 cenotes interconectados y aproximadamente 52 kilómetros de longitud entre ellos. Es importante el cuidado de todos, porque al estar interconectados, en cuanto nosotros contaminamos uno, como hay un flujo de agua, éstos se empiezan a contaminar entre ellos mismos. Y nosotros dependemos totalmente de esta agua de los cenotes: con ella nos bañamos, lavamos nuestros trastes. Y las comunidades más alejadas, pues hasta beben de esta agua”.

En 2021 especialistas en análisis toxicológicos de la Universidad Autónoma del Estado de México y la Universidad Autónoma de Chiapas publicaron investigaciones donde evaluaron el estado ambiental de 173 cenotes de la península. En 92% de ellos encontraron elementos como bacterias y virus de origen humano, esteroles fecales, hidrocarburos, pesticidas, productos farmacéuticos, drogas ilícitas y productos para el cuidado personal.

Además de mantener limpio el cenote y generar ingresos para el autosustento, los integrantes de esta cooperativa intentan promover un compromiso activo del resto de la población de Ciudad Chemuyil y Akumal Pueblo, a partir de sus habitantes de menor edad. Marvin destaca “sobre todo el impacto en la juventud, en los niños, porque como proyecto comunitario apoyamos a lo que es la comunidad. Yo fui voluntariamente maestro de inglés en lo que es el kínder de aquí, participamos en el Reciclatón, que es cada mes. Bueno, alguien se enferma, si está en nuestras manos, aportamos. Y hacemos limpiezas, procuramos. Apoyamos en todo el buen sentido de que la comunidad tenga esta paz, tenga esta forma de vivir, como ustedes, que sientan, estén bien. Sí, ha sido ahora sí que pasito a pasito”.

Recientemente, la cooperativa adquirió algunas bicicletas para dar recorridos guiados por zonas de la selva, cuidando que el turismo no impacte sus ecosistemas. Pero las bicicletas sirven, además, para que los policías del pueblo den recorridos preventivos.

“Esto se nos está convirtiendo en algo muy positivo, una aventura que cuando seamos viejitos va a ser algo que siempre vamos a recordar”, dice Marvin.

Todo esto, explica, es parte de un ciclo. Ellos, como cuidadores de los ecosistemas de la región, sólo repiten lo que antes hicieron sus padres y madres, sus abuelos y abuelas.

“Te lo pongo como lo he aprendido: como el árbol que crece. El álamo que empieza de una semilla que tiran los murciélagos, que el agua hace ese efecto junto con todo, la tierra, en la naturaleza, y al final se queda un árbol viejo. Con lo que son frutas y semillas se van alimentando los mismos murciélagos. Es un ciclo, pero es un ciclo beneficiente para todos, entonces eso es lo que está sucediendo aquí”.

Lo que sucede es que el brote de la conciencia ecológica es muy joven, habrá de madurar y volverse un árbol firme como un álamo. Por el momento, dice, “está floreciendo de una manera muy bonita”.

Este reportaje se realizó con el apoyo de la Fundación W.K. Kellogg, en colaboración con la Unidad de Investigaciones Periodísticas de la UNAM